sábado, 28 de abril de 2012

SOMETHING IS HAPPENING HERE


Aunque fui educado bajo los preceptos católicos, hace mucho tiempo que abandoné la fe y la creencia en un dios. Sin embargo, sí creo en la existencia de un panteón politeísta totalmente personal que hace la vida tolerable y, por momentos, hasta justificable. Y en ese panteón, sin lugar a dudas, Bob Dylan tiene un lugar preponderante. Es lo más parecido al Zeus descripto por Homero en la Ilíada, antojadizo, huraño, porfiado. Y genial. Estableció algunos de los axiomas por los cuales transita el rock como cultura, y es fiel a esos postulados: manifestarse por su obra, crearse a uno mismo, esconderse en lugar de exhibirse, vivir bajo su propia lógica y no la del mercado, la importancia de la experiencia y de cada momento en lugar de la mirada en el futuro, como para enunciar algunas de las cosas que Dylan nos legó.

El recital que dio ayer, 27 de Abril, en el Gran Rex fue una prueba de todas esas características. En el plano estrictamente musical, Dylan se apoya en una banda (Tony Garnier: bajo, George Recile: batería, Charlie Sexton: guitarra, Stu Kimball: guitarra y Donnie Herron: violín, banjo, mandolina y pedal steel) que cumple a la perfección lo que se espera de ellos, como músicos de una feria itinerante que alcanzan, no la perfección de los ensayos, sino la sensibilidad de la carretera (que entiende, como el rock, al error como elemento a utilizar). Así, el sonido puede ser perfecto por momentos, y puede ser crudo en otros, dependiendo de lo que la canción y la interpretación de Dylan necesiten en cada oportunidad.

Con esta banda funcionando como soporte, el viejo Bob ejerce el oficio con maestría. Transita el escenario (gran diferencia con el show de Velez, en donde se guareció detrás de los teclados), yendo desde el teclado Korg hasta la guitarra, pasando por la armónica (con su momento más alto en “Tangled up in blue”) y por su notable rol de crooner (las interpretaciones de la bellísima “Make you feel my love” y la inquietante “Ballad of a thin man” por sí solas pagan el precio de la entrada). Sus movimientos de púgil y su presencia convocan todas las miradas. Su voz ya no es lo que era, se escucha en el show y en los medios. Por cierto que no, ahora tiene una gravedad y un contenido que no tenía antes, perdiendo nitidez pero conviertiéndola en un instrumento más. Y Dylan sabe utilizarla a su favor, cantando, pero también rapeando y narrando cuando le conviene, sin preocuparse por la afinación ni por clavar la nota, sino por transmitir algo con ella. Y vaya si lo consigue.

Y en esto reside parte de su grandeza, el encontrar la forma de tocar todo el tiempo (como ejemplo, en los últimos catorce días dió nueve recitales) sin perder el vértigo que tiene que generar el rock en vivo. No necesita cambiar la lista día a día (tiene una estructura que se repite y  va cambiando tres o cuatro canciones por recital, generalmente del mismo disco o período musical) para evitar convertirse en rutinario. Lo que hace es mucho más riesgoso, sube al escenario sin preconceptos y se deja guiar por su humor, por la energía que hay en el ambiente, por la inspiración, o por la cantidad de factores que uno quiera contabilizar en cualquier evento. No necesita ponerse la remera argentina, ni tener coreografías, ni hacer subir una chica al escenario para cantarle a ella (¿cuán aburrida puede ser esta rutina para Bono?), ni siquiera necesita hablarle al público. El respeto y la estima que Dylan entrega es su arte, es considerar que el público no es idiota (aunque lo sea, eso no importa) ni necesita demagogia para establecer una conexión. Es de esos pocos artistas que nos recuerdan que es esto del rock, y que ofrece y a la vez exige al oyente considerándolo a la altura del reto. Por eso, al terminar el recital, la banda se junta en el escenario, con Dylan un paso adelante, mirando fijamente a la audiencia, en una pose que muestra agradecimiento por la emoción que la gente exhibe y también el conocimiento que lo que acaba de brindar roza lo genial y es la gente la que tiene que agradecerle. Desde acá se le agradece.

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